_»Espíritu Santo, te doy gracias por tu llamado de amor, porque me permites colaborar con tu obra y me das fuerzas para servirte. Acepto la misión que me has confiado para extender el Reino de Jesús. Quiero mirar el mundo con los ojos de Jesús, con la luz del Evangelio._ _Ayúdame Espíritu Santo, a reconocer los desafíos del mundo de hoy, para que pueda ofrecer mi humilde aporte._ _En un mundo que está perdiendo muchos valores preciosos, enséñame a comunicar el estilo de vida de tu Evangelio._ _En un mundo donde muchos te buscan pero equivocan el camino, ayúdame a mostrar la belleza de tu Palabra con todas sus exigencias._ _En un mundo donde muchos hermanos sufren injustamente la miseria y son excluidos de la vida social, transfórmame en un instrumento de solidaridad y de justicia._ _En un mundo donde crecen el individualismo, la competencia y las divisiones, conviérteme en un instrumento de diálogo, de unidad y de paz._ _Ven Espíritu Santo._ _Amén.»_
_»Espíritu Santo, creo en ti, espero en ti, te amo. Sólo tú mereces la adoración del corazón humano y sólo ante ti debo postrarme. Sólo tú eres el Señor, glorioso, con una hermosura que ni siquiera se puede imaginar. Por eso Señor, no permitas que yo adore cualquier cosa como si fuera un dios, porque ningún ser y nada de este mundo vale tanto._ _Te reconozco a ti como dueño, Señor de mi vida. No permitas que pierda la serenidad y la alegría por cosas que no valen tanto. Sólo abandonándome a ti podré sanar mis angustias, sabiendo que nada de este mundo es absoluto._ _Señor mío, dame un corazón humilde y libre, que no esté atado a las vanidades, reconocimientos, aplausos. Dame un corazón simple que sea capaz de darlo todo, pero dejándote a ti la gloria y el honor. Dame ese desprendimiento Espíritu Santo, libérame del orgullo, para que pueda trabajar buscando tu gloria._ _Ven Espíritu Santo, para que pueda proclamar a Jesús como único Señor y dueño de todas mis cosas, de todo lo que vivo, de todo lo que soy y de todo mi futuro. Ven Espíritu Santo._ _Amén.»_
Para alcanzar la verdadera libertad tengo que ser completamente sincero ante el Señor, reconocer que estoy atado a diversas esclavitudes, desenmascararlas con toda claridad, y reconocer también que todavía no estoy dispuesto a entregar esos venenos. Sólo debo comenzar pidiendo al Espíritu Santo la gracia de desear la verdadera libertad interior.
Así, poco a poco irá surgiendo el deseo profundo y sincero de entregar esas esclavitudes. Entonces el Espíritu podrá hacerme libre, para que recupere la alegría, el dinamismo, la paz. Aunque yo todavía no sepa cómo, y aunque le tenga miedo a la novedad, el Espíritu Santo se encargará de hacerme alcanzar los mejores momentos de mi vida. Porque sólo el que tiene la libertad del Espíritu puede ser auténticamente feliz.
Mi libertad sin el Espíritu Santo es pura apariencia, porque él es la libertad plena. Donde está él presente hay vida, y si él se retira todo desaparece. Pero además, mientras más esté él presente con su gracia, con su impulso, con su amor, más libre soy. Porque él es pura libertad. Si no dejo que él me impulse, entonces me dejo impulsar por mis deseos, mis insatisfacciones, mi necesidad de poseer, y así cada vez necesito más cosas para sentirme bien, y nada me conforma.
Por eso, en lugar de ser libre, me vuelvo un triste esclavo de mis impulsos naturales, y me convierto en una veleta descontrolada que se mueve donde la lleva el viento. Termino perdiendo mi libertad. ¿Quién puede decir que tiene un corazón libre si está infectado y ahogado por los rencores, las tristezas, los deseos egoístas, el orgullo, y nunca se siente satisfecho, y va perdiendo la alegría en ese dolor de la insatisfacción? Mejor busquemos la libertad del Espíritu.
La libertad es un sueño y un proyecto, es algo que debe ser conquistado, alcanzado poco a poco con la gracia del Espíritu Santo.
Dice San Pablo que «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Corintios 3,17).
Santo Tomás de Aquino lo explicaba así:
«Cuanto más uno tiene la caridad tanto más tiene la libertad, porque donde está el Espíritu del Señor está la libertad. Quien tiene la perfecta caridad tiene en grado eminente la libertad» (2 Corintios, 3,17; Lect. 3).
¿Qué significa esto?
Nosotros no tenemos que comprar la amistad divina con nuestro buen comportamiento (Gálatas 2,21; 5,4). Porque esa amistad es infinitamente más grande que nuestras fuerzas. Es un regalo. Además, en el fondo, aunque no cometamos ningún pecado, no podemos liberarnos del egocentrismo del corazón con nuestras propias fuerzas (1 Corintios 4,4-5). Por lo tanto, no es tan importante el esfuerzo por cumplir cosas como el dejarse llevar por el Espíritu Santo. Si él nos llena con su gracia, el corazón se reforma, y se nos hace espontáneo hacer obras de amor; ya no hacemos las cosas buenas por obligación, o para sentirnos importantes, sino porque surgen de modo espontáneo del corazón transformado por el Espíritu. Es bello poder amar así, libremente, bajo el impulso del Espíritu Santo.
«Ven Espíritu Santo. Sin ti no hay vida que valga la pena. Por eso, desde mis dudas, temores, cansancios y debilidades quiero invocarte. Ven, Espíritu Santo, a regar lo que está seco, ven a fortalecer lo que está débil, ven a sanar lo que está enfermo. Transfórmame, restáurame, renuévame con tu acción íntima y fecunda. Desde mi pequeñez me convierto en mendigo confiado de tu auxilio. Te suplico que vengas a sanarme del egoísmo, de la comodidad, del individualismo. Libérame de las esclavitudes que enfrían el entusiasmo misionero, para que pueda evangelizar con alegría y coraje inagotable. Amén.»
«Te adoro Trinidad santísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Te adoro aunque mi mente no puede alcanzar tu misterio de amor. Te alabo y te bendigo Dios mío, y deseo entrar en esa maravillosa intimidad de tres Personas. Gloria, gloria, gloria. Toda la adoración de mi corazón se eleva a ti, Dios mío. Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo, ahora y por toda la eternidad. Ven Espíritu Santo. Te ruego que eleves mi corazón para adorar al Padre Dios, para descubrir con gratitud que él es el Padre de Jesús, pero que también es mi Padre. Te pido que me sostengas, Espíritu Santo, para que me quede en sus brazos paternos y me deje amar por él, reposando en su santa presencia. Amén.»
Padre Luis Maldonado *Juan 20,1-9.*
El primer día después del Domingo, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Al momento de inclinarse, vio los lienzos tumbados, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos tumbados. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no se había caído como los lienzos, sino que se mantenía enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: ¡Él debía resucitar de entre los muertos!». _Palabra del Señor._
Reflexión Papa Francisco.
Los anuncios de Dios son siempre sorpresas, nuestro Dios es el Dios de las sorpresas. Y así, desde el inicio de la historia de la salvación, desde nuestro padre Abraham, te sorprende. Y la sorpresa es eso que te conmueve el corazón, que te toca allí donde no te lo esperas. Por decirlo un poco con el lenguaje de los jóvenes, la sorpresa es un «golpe bajo» porque no lo esperas.
«¿Tengo el corazón abierto a las sorpresas de Dios, soy capaz de ir deprisa, o siempre estoy con esa cancioncita: «mañana veré, mañana, mañana?».
¿Qué me dice a mí la sorpresa?. Juan y Pedro fueron corriendo al sepulcro. Juan, dice el Evangelio, creyó. También Pedro creyó, pero a su modo, con la fe mezclada un poco con el cargo de conciencia de haber renegado del Señor. Y yo hoy, en esta Pascua, ¿yo qué?, ¿tú qué?, ¿yo qué?.
Me pregunto si de verdad estoy permitiendo que el Espíritu Santo me lleve por un camino de santificación, si realmente he aceptado que la santidad también es para mí, y si he podido descubrir el tipo de santo que el Espíritu Santo quiere hacer de mí. Porque él no destruye mi personalidad, sólo quiere perfeccionarla y liberarla de sus oscuridades. No quiere que yo sea como San Francisco si eso no es lo que me va a hacer feliz. Él ama mi felicidad, y me dará la santidad que me permita ser plenamente feliz, liberado de mis tristezas, miedos, amarguras e insatisfacciones. Pero para eso necesita llegar al fondo, al corazón, y lograr que mis intenciones más profundas sean claras, generosas, sanas y liberadoras.
Por eso, me hago íntimamente las siguientes preguntas, pidiendo la luz del Espíritu:
¿Para qué me levanté esta mañana: para sobrevivir, para cumplir, para alcanzar placeres, para obtener éxito o fama, para ser bien visto, para demostrar quién soy, o para la gloria de Dios y la felicidad de los demás?
¿Cuáles son las segundas intenciones o las intenciones ocultas, no tan santas, que suelen moverme a decir ciertas cosas, a tomar ciertas decisiones, a hacer algunas cosas?
¿Cómo cambiaría mi vida si las verdaderas intenciones de mi corazón fueran siempre buscar la gloria de Dios y el bien de los demás?
Hay personas que aparentemente son cristianas, oran, van a Misa, hablan muy bien del Señor, pero en su corazón, en la verdad secreta de su interior, en realidad no buscan a Dios, y al mismo tiempo que rezan, pueden estar planeando destruir a alguien, o maquinando la manera de dominar a los demás, o alimentando odios, o pensando sólo en su propio bien.
Es allí, en esas intenciones escondidas, donde quiere entrar el Espíritu Santo; eso es precisamente lo que más le interesa, porque todo lo demás puede ser cáscara, apariencia, mentira; porque muchas veces la porquería del corazón se disfraza de buenas obras y de bellas palabras: «Satanás se viste de ángel de luz» (2 Corintios 11,14).
Ya decían los Proverbios que «lo que más hay que cuidar es el corazón»(Proverbios 4,23). Y por eso mismo afirmaba San Pablo que puedo entregar mi cuerpo a las llamas, o repartir mis bienes, o hacer maravillas, pero que todo eso de nada sirve si no hay amor en el corazón (1 Corintios 13,1-3). Nada vale si mi intención más profunda no es el amor al hermano.
Pídele al Espíritu Santo que destruya todas las intenciones torcidas de tu interior y que te llene de su presencia, para que, entonces, puedas hacer todo por amor. Eso le dará un sentido precioso a todo lo que hagas.
El Espíritu Santo es mi santificador, que se acerca a mí, a lo más íntimo, para derramar su santidad. Pero lo más íntimo es el corazón. En realidad la palabra corazón está muy desgastada, confundida con un romanticismo barato. Cuando decimos esta palabra pensamos en los sentimientos, pero el corazón es mucho más que las emociones y los afectos superficiales, es cosa seria. ¿A qué se refiere la Palabra de Dios cuando habla del corazón? No olvidemos que es el mismo Dios el que nos prometió: «les daré un corazón nuevo» (Ezequiel 36,26).
El corazón son esas intenciones más escondidas, las decisiones ocultas que no compartimos con nadie, los verdaderos proyectos que nos movilizan, lo que en realidad andamos buscando cuando decimos cosas, cuando tomamos decisiones. Allí quiere entrar el Espíritu Santo para transformarnos. Allí quiere derramarse para que todas nuestras decisiones profundas sean buenas y sanas. Pero sólo puede entrar poco a poco, en la medida en que se lo permitimos realmente. Porque a veces lo invocamos de la boca para afuera, pero hay una parte nuestra donde en el fondo no queremos que toque algunas cosas; creemos que allí estamos mejor solos. Es falso. Allí también lo necesitamos a él para poder ser realmente felices.